La cerámica de
reflejo metálico

El reflejo metálico

El reflejo metálico es una técnica cerámica que se fabrica en Manises desde el siglo XIV. La primeras referencias escritas que conocemos (1326) la describen como «opus aureum», es decir, obra dorada. Gozó de un amplio reconocimiento en el ámbito europeo ya que el libro de fray Francesc Eiximenis Regiment de la Cosa Publica (1383), que glosa las maravillas de Valencia, menciona: «Pero sobre todo es la belleza de la obra de Manises, dorada y pintada de forma magistral que ya ha enamorado a todo el mundo, de modo que el papa, los cardenales, y los príncipes del mundo por su especial gracia la solicitan y se maravillan de que de tierrra pueda hacerse obra tan excelente y noble». 

La fascinación por esta loza se debe a su origen como una técnica difícil y ya admirada desde su difusión en el califato abásida de Bagdad. La composición de su pigmento, en el que se mezcalaban compuestos de plata y cobre, se registra en tratados orientales de los siglos XI y XIII. 

Posiblemente la emulación del oro y la plata en las vajillas de la corte de Bizancio promovió que los califas impulsaran su producción dado que el uso metales preciosos para comer y beber se desaconseja en el Corán. Es conocido que desde el siglo IX se convirtió en un producto de alta representación y se utilizó para enriquecer con azulejos dorados los palacios de Samarra en Irak, y el de Sabra al-Mansuriya o la mezquita de Kairuán en Túnez.

Desde el siglo XI su fabricación se impulsó en Al-Andalus en los reinos taifas de Sevilla y Zaragoza, aunque luego alcanzó fama en Murcia, Granada y Málaga, ciudades de donde salieron los maestros que iniciaron su fabricación en el reino de Valencia. En Manises encontramos en el siglo XIV maestros alfareros cuyo apellido era Al-Murcí, que fabricaban «obra de tierra pintada similar a la de Málaga» «con pintura dorada como es propio de dicha obra».

El reflejo metálico es una fina película de partículas metálicas que se forma sobre el vidriado cerámico y en el caso de Manises, tradicionalmente, sobre un esmalte de plomo y estaño. En la loza valenciana se preparaba con un pigmento que contenía plata y cobre, cinabrio y almagre, todo disuelto en vinagre, se pintaba con pincel o una pluma de ave y se cocía con gases reductores. Utilizando técnicas de análisis microscópico, vemos que, tras la cocción, las partículas se distribuyen en diferentes tamaños y concentraciones en el vidrio formando varios niveles micrométricos.

Esta estructura permite que aparezca una reflectancia brillante, metálica e iridescente y que cambia de color según cambia la incidencia de la luz que refleja. 

También puede presentar varios colores por efecto de la densidad de pigmento o de procesos de cocción que provocan cambios en la concentración de las partículas, por ejemplo entre los bordes y el centro de un trazo aplicado a pincel. Las diferentes proporciones en óxidos del pigmento antes de su reducción, con mayor o menor plata, e incluso las diferencias de composición de los vidriados, posibilitan también cambios en su color, brillo o iridescencia.

El tamaño de las partículas, el número de niveles en los que se concentran y su profundidad dependen de factores como la composición del vidriado, la temperatura aplicada y la forma en la que se ha conducido la cocción. Si bien es posible obtener el reflejo metálico bajo un ambiente controlado, es difícil conseguir resultados perfectamente homogéneos y más aún en condiciones de trabajo artesanal.

Empíricamente, a través de la centenaria experiencia valenciana, la obtención del reflejo metálico se basa en tres factores principales: el uso de un horno que trabaja en atmósfera reductora, la composición del pigmento y la forma de prepararlo y finalmente el procedimento utilizado para su cocción en reducción.

A lo largo de los siglos Manises ha utilizado vidriados opacificados con estaño o, más tarde, vidriados compuestos sólo por plomo, sílice y alúmina y por ello obtuvo tanto vidriados dorados como cobrizos en épocas tardías.

El reflejo metálico de Manises fue una loza costosa que en época medieval llegó hasta Fustat, Crimea, Moscú, Copenhage, Bergen o a América con Cristóbal Colón. Fue encargada por reyes de Aragón, Sicilia, Castilla o Francia, por nobles de toda Europa, por mercaderes italianos o por papas y cardenales, y continuó como la loza más admirada de cuyo secreto estaban orgullosos los alfareros de Manises hasta finales del siglo XVIII. Alcora recogió la fórmula y la incorporó a sus recetas como «dorado de Manises» (1749).

El ministro Floridablanca pidió al alcalde Martínez de Irujo que realizara un informe titulado «Sobre la manera de fabricar la antigua loza dorada de Manises» y así extenderlo a otros lugares (1785). En el siglo XIX fue reconocida por anticuarios, estudiosos y coleccionistas, y su técnica preservada por dos alfareros llamados Juan Bautista Casañ y Juan Bautista Torrent que permitieron su supervivencia y su recuperación por los nuevos ceramistas de Manises impulsores de la industria local. Éstos demostrarían su maestría confeccionando copias de los jarrones de la Alhambra a finales del siglo XIX. 

Hoy en día Manises mantiene el reflejo metálico como una seña de identidad y una técnica viva utilizada por algunos de sus ceramistas que gozan de mayor reconocimiento internacional. La ciudad desarrolla exposiciones y encuentros para promoverlo y apoya su investigación y difusión mediante producciones audiovisuales y las nuevas tecnologías.